Me despierto con un ligero dolor de cabeza. No es siquiera dolor, es más una presión, como un taladro amortiguado por una masa de espuma. Me despierto perdida, sin entender lo que he soñado. No sé qué clase de desagüe emocional se escurre durante la noche, pero este es caudaloso y siniestro.
Habíamos matado a alguien. A una persona o dos. Yo no sabía exactamente quiénes eran, pero las habíamos matado. Estaban tapadas con largos plásticos en un terreno, una especie de vertedero que nadie iba a visitar. Las autoras del crimen éramos dos. A la otra mujer no la conocía. Habíamos estado hablando con mucha gente sobre lo que había pasado, sobre esas desapariciones, aunque no habíamos revelado nuestra implicación en los asesinatos. De repente, un día vino a buscarme un juez, o abogado o policía con el que ya habíamos hablado y manteníamos una buena relación. Sabía por qué venía, pero él me lo confirmó. Qué decepción, de verdad, yo que confiaba tanto en ti. Habían dado con los cuerpos, y deducían quién era la asesina primigenia. Más que cualquier otra cosa, lo que más sentía era haber defraudado a ese señor, haber acuchillado su fe en mí. Me llevó hasta los alrededores de la cárcel y me explicó cómo iba a ser mi vida a partir de entonces. Todavía quedaban pruebas por revisar, pero mi destino estaba bastante claro. Unas horas después, en medio de una noche plegada y descompuesta, se originó un incendio. Un extenso fuego devorando al completo el terreno del cadáver. De repente, la absolución. Los cuerpos ya no existían. Las pruebas tampoco.
Qué fácil el fuego, la desaparición. Qué sencillo y liberador deshacerse del castigo. Iba a ir a la cárcel y me zafé. Qué livianeza.
Me despierto cansada, con el peso de la absolución en las pestañas. Con el peso de haber matado.
Quizá lo haya hecho y no sea un sueño.