Asalvangrada

Me abrieron de par en par
buscaron el animal
agazapado en el centro
estaba frío, pero aún latían
todos aquellos tendones
crudos, ahora dañados.

Esta cesárea es mañana
grité
y eché abajo aquellos muros
solo con voz implacable.

Pero no
se me marcharon, esperaron
a que la sangre gastada
se hiciera dueña
del tiempo de la cosecha.

Salvajes quienes hurgan
sin caricias
en el cuerpo
disoluto
de la bondad.

Acontece

Toda esa ropa girando
dentro de su propio jugo
anhelando llegar al exterior
y nombrar el aire:
nombrar la lengua besando
una grieta, nombrar lo limpio
del vendaval.

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Fue un año cercano y abisal. Las abejas no cayeron en la trampa, las niñas jugaron con la tierra. Sus uñas negras se lanzaron a mis ojos. Niñas, niñas, por favor, seamos cuerdas. Que yo hable de cordura tiene algo de pomposo, pues me visto de desenfreno cada noche. Ellas también lo saben, así que ríen. Reír y jugar, jugar y existir. Nadie nos dice nada que no pidamos. Ya nos conocen, somos las desquitadas.

Algunos monstruos siguen debajo de mi casa, pero ya no me preocupo por verlos. Tampoco les tengo miedo, dejé mis andares entre sus dientes. La cuenta se satisfizo. Salid cuando queráis, os espero con café. Eso les digo, eso les miento.

Hace ya tiempo pensaba que la decepción era solo una palabra con la que sazonar mi comida. Ahora que la tragué gota a gota y me nutrió, sé que es parte de cualquier estreno.

Matar y soñar

Me despierto con un ligero dolor de cabeza. No es siquiera dolor, es más una presión, como un taladro amortiguado por una masa de espuma. Me despierto perdida, sin entender lo que he soñado. No sé qué clase de desagüe emocional se escurre durante la noche, pero este es caudaloso y siniestro.

Habíamos matado a alguien. A una persona o dos. Yo no sabía exactamente quiénes eran, pero las habíamos matado. Estaban tapadas con largos plásticos en un terreno, una especie de vertedero que nadie iba a visitar. Las autoras del crimen éramos dos. A la otra mujer no la conocía. Habíamos estado hablando con mucha gente sobre lo que había pasado, sobre esas desapariciones, aunque no habíamos revelado nuestra implicación en los asesinatos. De repente, un día vino a buscarme un juez, o abogado o policía con el que ya habíamos hablado y manteníamos una buena relación. Sabía por qué venía, pero él me lo confirmó. Qué decepción, de verdad, yo que confiaba tanto en ti. Habían dado con los cuerpos, y deducían quién era la asesina primigenia. Más que cualquier otra cosa, lo que más sentía era haber defraudado a ese señor, haber acuchillado su fe en mí. Me llevó hasta los alrededores de la cárcel y me explicó cómo iba a ser mi vida a partir de entonces. Todavía quedaban pruebas por revisar, pero mi destino estaba bastante claro. Unas horas después, en  medio de una noche plegada y descompuesta, se originó un incendio. Un extenso fuego devorando al completo el terreno del cadáver. De repente, la absolución. Los cuerpos ya no existían. Las pruebas tampoco.

Qué fácil el fuego, la desaparición. Qué sencillo y liberador deshacerse del castigo. Iba a ir a la cárcel y me zafé. Qué livianeza.

Me despierto cansada, con el peso de la absolución en las pestañas. Con el peso de haber matado.

Quizá lo haya hecho y no sea un sueño.

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El agua es clara, la luz nueva, el tiempo solo una ilusión.
Miro el horizonte y pierdo el odio, el rencor, la envidia.
Si mis objetos se marchan no los rescataré. Que sean dichosos donde vayan.
En lo alto de esta roca el océano roza los pies. No hay peligro según dicen, pero tampoco hay salida.
‘No es cualquier sitio mi casa’, aúlla el mar.
Nos lo advierte con firmeza.
Un ola repentina azota y engulle la vida que una vez nos sucedió.

Risa

Cuando mi abuela murió, me dejó en herencia dos vacas lecheras, Lucero y Montaña, y unos metros de finca para que pastasen. Su repentina marcha me puso triste, como es lógico, pero aún más me impactó la decisión de la custodia vacuna que me legaba. Y no porque yo no supiera ordeñar. Ella se había encargado de enseñarme casi desde que empecé el colegio. Decía que leer y escribir estaba bien, pero que Dios no lo quiera, si nos meten en una guerra nuclear, es más importante tener comida, o mejor todavía, crearla con nuestras manitas bonitas. Estaba enamorada de su pequeño terreno donde cultivaba tomates, cebollas, lechugas y calabacines. Y yo la visitaba lo que mi vida en Madrid me permitía, que era más o menos una vez al mes.

Un par de semanas después del fallecimiento, el notario me dio la nota que había dejado para mí. Carmi, sé que cuidarás muy bien de ellas. Son viejas y tampoco les queda mucho tiempo en este planeta, pero su compañía es la leche. ‘La leche’, ¿no te parece que ya estoy tan mayor que ni los chistes me salen buenos? No las mandes al matadero, que me vas a dar un disgusto muy grande y si no estoy tranquila soy capaz de aparecerme por la noche mientras duermes. Te quiere, tu abuela Risa.

Risa. ¿Cómo no iba a hablar ella de chistes? La llamábamos así, pero el completo era Risalaida, el clásico nombre de toda la vida que pasa de una generación a otra y así sucesivamente hasta que alguien detiene la cadena. Parecía hecho a medida para ella, desde luego. Sus tres nietas estábamos siempre deseosas por llegar al pueblo, sobre todo cuando éramos pequeñas. Disfrutaba provocándonos estridentes carcajadas de las cosas más insignificantes. Decía que para qué íbamos a necesitar una abuela si no era para eso. Porque con estas arrugas, este cuerpo encogido y estas manos como lijas, no creo que me queráis para lucirme por ahí, ¿no?

Sus grandes rizos grises y sus ojos azul intenso bañados en arrugas por ambas orillas solían lucir una gran sonrisa. Pero eso no quiere decir que siempre mostrase un carácter tierno. Eso dependía de muchas circunstancias, que podían variar en pocos días. Si un lunes el café le gustaba con dos cucharaditas de azúcar, quizá el viernes lo quería solo con media y si alguien se lo preparaba de otra manera su boca revelaba su desagrado. Si tenía previsto dar un largo paseo por la mañana y empezaba a llover, podía irritarse un poco, no por la lluvia en sí sino porque no le gustaba usar paraguas, ni tampoco mojarse. Así que el día empezaba con curvas. Y así con otras cientos de situaciones.

‘Sorprendente’. Esa palabra  sí la tejieron para ella. Y así era también su humor. No se deshizo de él ni en el último momento. Como se negó al ir al hospital porque si estoy para morirme, esos batiblancos no lo van a evitar, llamamos al cura cuando la vimos muy enferma. No se cortó cuando Paco entró en la habitación para preparar su despedida. A mí el agua bendita que esté templada, padre, que no quiero llegar constipada a mi cita con el Señor.

Una mañana, un par de días después de repartir la herencia, estaba tomándome un gran vaso de leche con cacao en el porche de la finca. Lucero y Montaña pastaban con la calma que fluye al saberse a salvo y con comida suficiente. El día lucía una mirada dulce. De repente llamaron al timbre. Abrí la puerta. Eran dos señores del Ayuntamiento. Venían a informarme de que tenía que abandonar la finca.

-¿No se lo dijo su abuela? Estamos expropiando estos terrenos para construir la nueva autovía A-978. No se preocupe que ella ya firmó los papeles y está todo en regla. Lo que sí nos dijo es que cuando viniéramos le diéramos esto.

Traían un sobre muy fino de color marrón. En el espacio del remitente, el dibujo de una cara contenta. Un torbellino de hormigas empezó a construir su casita en mi estómago. Y yo ya lo sospechaba. Risa no se había ido. Nunca lo haría. Y no, Carmi, tampoco vale vendérselas a algún vecino, que ellas quieren estar con gente de confianza. Vamos, de confianza no. Contigo. 

Relato seleccionado en el concurso ‘El vuelo de la palabra’, del Ayuntamiento de Badajoz (2021)

Alguien a quien solía conocer me habló una vez de pájaros bailadores, de ritos, de sorpresas y celebración. Me habló de nuevos lugares, de indicios, del calendario, de música mágica, hipnótica, frenética. Me habló y me habló y yo bebí de ese afluente de buenos presagios.

Pero un día no. Ya no. Un día solo el silencio. La caja del lenguaje se vació. Yo que la hacía inagotable.

Las palabras. Las palabras son como la ropa: se desgastan al usarlas demasiado.

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Vengo de la nieve, del huracán y el miedo.

He recorrido todos los lugares en los que se puede correr peligro.

No ha habido ocasión de calentar la carne antes del temporal.

Era un temporal amigo y, a la vez, nuevo.

Como vengo de la nieve, no me detiene nada.

Si aparece un león en medio de la tarde, le saludo y doy media vuelta.

O desgarro su cuello mientras le abrazo.

He aprendido de los mejores.

Pero la nieve.

La nieve es una vieja conocida del silencio.

En eso nos parecemos.

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Sin puertas ni ventanas. Hemos vivido durante meses en espacios cerrados con vistas a un cielo imposible. Y ahora, ahora que queda menos para no sabemos qué, se avecina temporal. Puede que la suerte asista y sigamos avanzando, pero también es posible que arrecie el tiempo de las balanzas.

El miedo es libre y, en muchos casos, irracional.

La elección siempre existe.

Lo cálido es el vecino de lo confiable.

El Yo siempre es amigo de la distancia.

Los pretextos son de color fluorescente.

Y el mañana.

Qué sabor tendrá eso.

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Sigo al camión de la basura
me interesa su trayecto
y su final.
Quiero ver el desembarco
de todo lo desechable que
nos define.