Lo escucho cuando menos lo espero. Es leve, casi imperceptible, pero cuando comienza no cesa. Si voy a la cocina a ponerme un café, en el salón, tras de mí, oigo el pequeño crac. Crac, muy pequeño, crac, crac. Parece que están esperando a que me despiste para invadir más y más centímetros de espacio vertical, como si yo tuviera alguna opción de detenerlas, como si pudiera hacer algo para evitar el derrumbe.

Cuando llueve fuera el agua les sirve de alimento y entonces se vuelven más elocuentes. Casi hablan. Cualquier día de estos nos abalanzamos sobre ti, me dicen aunque no pueda escucharlas. Y rozan la osadía, se agigantan, lo que era una grieta se extiende varios centímetros más, se asemeja al sonido de una cremallera descorriéndose. No tengo qué responderles, esperaré que hagan lo que tengan que hacer. Solo les pido que sean consideradas y que si tienen que lapidar las costillas o el cuello, por ejemplo, lo hagan de una sola vez. Me gustaría un final rápido, indoloro, de poco sufrimiento, no sé qué camino va a tomar esa inmensa avalancha de yeso. No pido la salvación, pero tampoco me gusta que se ceben. ¿Me estáis escuchando? Como si me atendieran alguna vez.

No me atrevo a tocarlas por si sienten mi presencia y deciden absorber mis dedos. Por si ese material consistente del que parecen estar hechas resulta ser plastilina blanca, o algodón, y las ayudo en su objetivo demoledor. Por si mi osadía provoca un aumento de la crueldad. No, no. Mejor no probar, total, ya sé cómo terminará todo esto, sé de memoria el título del libro de García Márquez.

Una noche, mientras veía la televisión en el sofá, la lámpara se puso del lado de las paredes y empezó a balancearse. No había ninguna ventana abierta ni se sentía la corriente. Supe que era una señal. El crac persistente se transformó en un temblor surgido de todas partes a la vez. O eso me pareció. Algunos cuadros, plantas y libros se vinieron abajo. Creía que había llegado el momento y me preparé: me cubrí con la manta. Ya sé que no es una protección muy consistente y resultará absurdo, pero tampoco se me ocurrió otra. Además me quedé paralizada, no sabía qué hacer, el corazón bombeaba como si no hubiera un mañana porque bien sabe que pronto no lo habrá. Ellas consideran que así tiene que ser y cada vez lo manifiestan con un ruido más insoportable. Pero ese día no sucedió. Me destapé hasta dejar un ojo al descubierto y comprobé que, aparte de los objetos, apenas un charco de cal cubría el suelo, como otras veces. Les encanta ir poco a poco.

Aún no han reunido las fuerzas suficientes, o no han alargado lo suficiente la crueldad, para abalanzarse sobre mí. Tampoco yo he acumulado arrojo para terminar por mi cuenta antes de que ellas lo decidan todo. ¿Qué tendría menos sentido que eso? Ellas obcecadas en destruir mi cuerpo y mi hogar, y yo que ya les tomé la delantera y decidí vaciar la caja de pastillas en mi estómago, o acariciar el cuchillo con el interior de mi muñeca. Quizá mañana lo hagan, o quizá lo haga yo. Quizá pasado. No lo sé. Un día de estos. O mejor no dilatar más. Mejor ahora. Crac, crac, crac. ¡¡Booommmmmm!!