Nos las rompieron. Demasiadas veces, demasiado fuerte. Y a demasiadas. Nuestras alas se fueron quedando en rincones cada vez más escondidos, mutiladas, a la espera de una ventana por la que llegara un aire lo suficientemente fuerte para volver a levantarlas. Pero durante mucho tiempo no se podía. Pesaban demasiado, estaban sin plumas y en carne viva. Hasta que decidimos volver a por ellas y ponérnoslas. Con esa sangre seca que todo lo embadurnaba pero que olía a pasado recomponiéndose sobre los huesos.