No recordaba en qué momento la herida había empezado a sangrar, ni cómo se había originado. Solo sabía que durante semanas, incluso meses, fuera a donde fuera la acompañaba esa pequeña grieta en la palma de la mano derecha, de la que manaban gotas y más gotas del néctar de la vida. Ella lo había naturalizado, porque tampoco podía hacer otra cosa. En el centro de salud le habían dicho que se trataba de una herida sin importancia, que la tenía en una zona muy delicada y que probablemente si no estaba cicatrizando era porque doblaba demasiado la mano. ¿Qué tipo de sangre es?, le preguntó el médico. ¿Qué tipo? No sé, sangre normal, roja, respondió ella. Me refiero a que si es muy viscosa, muy líquida, si tiene un color anómalo. Pues no sabría decirle, es sangre, sangre cotidiana, dijo desconcertada. Después, añadió: ¿Cree que puede ser hemofilia? No, ahí estaríamos hablando de un sangrado de otro tipo, por lo que me comenta este es mínimo, no se preocupe, le contestó el doctor. Bueno, mínimo, pero persistente. Esto no se lo dijo, pero sí lo pensó. Tiempo y cantidad parecían relacionarse de manera particular en el manual de diagnósticos.

Dejó su rastro en productos del supermercado, pomos, cucharas, pantalones, mandos a distancia, neveras y teclados de ordenador, entre otros muchos objetos. Ni tiritas ni gasas impedían que esas gotas de sangre decidieran poblar los suelos, incluidos los de su casa, también las sábanas de su cama y de camas ajenas. Aquel pequeño afluente tenía vida propia.

Una noche de abril, tras casi un año de sangrado, soñó con su madre. Estaba joven y esplendorosa. Llevaba un vestido azul de vuelo por debajo de las rodillas y paseaban juntas por un amplio campo de amapolas. Su madre arrancó una de las flores y se la ofreció. Ella la agarró fuerte, como para asegurarse de que podría conservar esa imagen, ese momento. El sol inundaba su estómago, la vida parecía un lugar amable.

Despertó tarde, cansada y un poco confusa. Cogió el teléfono de su mesilla y se decidió a llamar.