En ocasiones, más frecuentemente de lo que nos (me) gustaría, ese custodiado concepto al que le hemos puesto el nombre de empatía se disipa, se aleja a la deriva, junto a un mar de sensaciones a las que no le damos nombre. Se marcha, y con él se evapora nuestra capacidad de comprensión y nuestra sintonía con el resto de los seres que habitan este delicioso mundo.
Porque, a fin de cuentas, no somos más que un banco de peces, cada cual con su tamaño, su tono, sus apetencias y sus necesidades. Y suele pasar que en lugar de expresar con naturalidad y desde el respeto nuestros deseos, esperamos que nuestras compañías de viaje los adivinen, sin caer en la cuenta de que cada cuerpo que fluye en este universo acuático oscila en una corriente diferente y en un momento propio y único de transformación vital.
Sucede también que llevamos arraigadas una serie de emociones, unas más positivas que otras, que nos influyen y condicionan a la hora de conectar con el entorno. Las mentes que habitan a nuestro alrededor pueden ser conocedoras o no de las mismas y, por eso, nuestras actitudes y palabras pueden pulverizar como un trueno inesperado en medio de una plácida velada o, por el contrario, resultar apropiadas y, en el mejor de los casos, comprendidas.
Por eso, y desde la conciencia de mí misma que cada día intento trabajar, considero que necesitamos conocernos de manera más profunda y ser más partícipes de la construcción de nuestra propia persona en cuanto a sentimientos, porque sólo de esa forma lograremos establecer relaciones afectivas gratificantes y sanas.
Pero ése es precisamente el gran reto: circular por todas esas autovías y carreteras secundarias y dejar emanar lo que llevamos dentro, con el propósito de armonizarnos y hacer la vida más fácil a esos peces que, encerrados en un diminuto habitáculo acristalado, o viajando en medio de corrientes desenfrenadas, se convierten en nuestra compañía en este enigmático viaje por unas profundidades marinas a las que nunca terminamos de acceder.