Le vi cuando nos separaban pocos metros. Él bajaba por la calle y yo subía. Habían pasado unos cuantos años. Sorprendentemente, ahora tenía dientes nuevos y un ligero aire de juventud. Me contó que había cambiado de vivienda y que este mes ya no podría pagarla. Se le terminaba el subsidio. Pero ya inventaría algo para continuar en ella. “En algún lugar tendré que vivir”-dijo.
La risa no dejaba de florecerle mientras hacía un recorrido por todo este tiempo sin vernos: problemas con la burocracia, amigos que ya no estaban o que ya no eran, una sobrina recién llegada al mundo, la pierna derecha que le seguía incomodando. Charlamos también de la época en la que nos conocimos, de aquellas excursiones al campo con la perra y de las veladas cinéfilas. Nos pusimos al día en unos minutos. Me encantó verle, aunque de repente una nube espacio-temporal pareciera envolver la mañana, con su lluvia preparada dentro para estallar. Estaba a punto de invitarle a un café, cuando una furgoneta se aproximó por una calle cercana y dio la conversación por zanjada. “Ay, lo siento, tengo que irme, que se me va la comida”. El comedor social estaba a la vuelta de la esquina. Y el menú no esperaba por nadie.
Siguió su camino y yo intenté seguir el mío.